Beatrice. Un cuento de Rigoberto Meza Chunga
- Tertulia Cero
- 19 jun 2020
- 6 Min. de lectura
Beatrice
Todos los días salían juntas de la casa, Beatrice y Amparo, a la misma hora, ocho de la mañana. Caminaban lentamente por Circunvalación, Amparo iba cogida del brazo izquierdo de Beatrice. La gente las miraba con curiosidad y se preguntaban dónde irían con ese andar, que por momentos se convertía en tortuoso. Amparo tenía el doble de edad que Beatrice, quien ya frisaba los cuarenta años. Llegaban hasta la altura del Hostal Bolognesi por la parte de atrás, y continuaban rumbo al centro por el Jirón Cusco. Era de verlas cómo esperaban que pasen todos los carros, hasta el que se encontraba más lejano, para pasar una pista. Beatrice era gorda y vestía humildemente con zapatillas de lona azul marino y medias corrientes color ladrillo, casi siempre iba con un vestido rosado que pudo ser fondo blanco con grandes flores rosadas, y una chompa manga larga color verde, desteñida por el tiempo, y caminaba siempre, como si viniera de lejos. No hablaban en el camino. Llegaban hasta la esquina con Grau y volteaban a la derecha, hacia la Plaza de Armas. En esa avenida, Beatrice se adelantaba un poco y Amparo iba detrás de ella, sumamente delgada, el rostro arrugado y la cabeza blanca, caminaba con mucha dificultad mirando la vereda, la pista, modesto era su vestido, chompa blanca un tanto percudida y un vestido lila, los zapatos negros y viejos. Llegaban a la Plaza de Armas y se separaban frente al templo: Amparo entraba a la iglesia y Beatrice continuaba en dirección al Puente Viejo.
Todo recordaba Amparo, por eso, a veces lloraba silenciosamente, las lágrimas le resbalaban porque había recordado algo que le era o le había sido doloroso y Beatrice decía: “¡Vea que llorar!”; otras veces, sonreía sin motivo aparente, pero era por la evocación de algo placentero y Beatrice decía: “Hum, ¿de qué reirá?”. Lentamente, Amparo entraba en el templo, iba a la pila de agua bendita y ahí mojaba sus dedos, luego se sostenía del pilar más próximo y con gran dificultad hincaba su rodilla derecha en el suelo y se persignaba muy devotamente, después recorría el templo de imagen en imagen, se detenía frente a cada una de ellas, se persignaba de pie y movía los labios implorando sabe Dios qué cosas, al final, tocaba los pies de la imagen y se persignaba como despedida. Ante algunas imágenes se detenía más tiempo que ante otras; por último, se arrodillaba en un reclinatorio frente al altar mayor, se persignaba y movía los labios, orando y así terminaba la mañana de todos los días. Amparo pensaba “A mi edad, se debe estar preparada para la muerte”. Lentamente, se dirigía a la puerta en busca del agua bendita, mojaba sus dedos, se persignaba y se iba donde una amiga por la calle Tacna. La gente la conocía, la ayudaban a pasar las pistas o sino la miraban nomás cómo caminaba solita, sin que nadie la acompañe, a su edad, ¡cómo podía ser posible! Por momentos se detenía, luego caminaba y así hasta que desaparecía por la Tacna. Cuando el reloj daba las siete campanadas, Amparo regresaba al lugar donde se había separado de Beatrice para retornar, por el camino de siempre, a la casa donde ambas vivían.
La gente sabía que eran más o menos las ocho cuando pasaban la gorda y la anciana; regresaban por el mismo camino de la mañana, pero lógicamente, en sentido inverso. Cada una llevaba un pequeño paquete, una bolsa de plástico o de papel conteniendo algo valioso para ellas, porque cuando alguien les detenía un poco para no estorbar en el camino. Beatrice todo anotaba en papelitos, que después se le perdían en el camino o en la casa. Una vez separada de Amparo, en las mañanas ella entraba en una gran casa, cuya puerta nunca estaba cerrada del todo, sino sujeta con una silla, avanzaba hasta la cocina donde estaban, en un rincón, los instrumentos de aseo. Cogía la escoba y empezaba a barrer el primer ambiente, es decir, la sala; no bien daba tres o cuatro pasadas de escoba se dirigía a la mesa del comedor donde siempre había residuos del desayuno y Beatrice tomaba su segundo desayuno, después de mirar todas las puertas cogía pan de un cajón, embutidos de la refrigeradora y café de una olla y en un santiamén daba cuenta de lo que encontraba, luego, continuaba la limpieza del ambiente sacudía los muebles, arreglaba los cuadros, si había manchas en el piso trapeaba, que era una tortura, pues ella estaba segura de no tener rodillas como las demás personas y se recostaba en los muebles para alcanzar el piso con las manos y así eliminar las manchas del suelo. Un día el empleado la encontró echada en el piso, porque se le había resbalado el mueble de apoyo y no encontró manera de levantarse, se le resbalaban las zapatillas, se le resbalaban de las manos, y el empleado tampoco podía levantarla, no solo por el peso de Beatrice, sino porque también se resbalaba hasta que optó por arrastrarla hasta la escalera que daba al sótano y así sucia de sudor y la cera del piso pudo pararse en el tercer o cuarto escalón con un acceso que parecía un chancho cuando lo suben a pulso a alguna camioneta. Por eso, en el camino, durante las mañanas, imploraba al cielo que no hubiera manchas en el piso y no hubiera invitados en el desayuno. La tarea de limpiar terminaba después del mediodía; a partir de ese momento Beatrice pasaba a la cocina y ahí ingería todo lo que estaba a su alcance y le fuera autorizado por el personal de la cocina; comía todas las sobras dejadas por los señores de la casa y por la servidumbre, asimismo todos los residuos dejados por los cocineros y ayudantes, es decir, cáscaras, piltrafas, en fin que no había necesidad de hacer limpieza en la cocina, siempre y cuando Beatrice estuviera en ella. Al oscurecer, Beatrice se iba a su casa.
La gorda y la anciana dormían en el mismo cuarto, si así se podía llamar a aquella habitación. Amparo dormía en una especie de litera de madera, sobria y pulcra; depositaba su paquete en una mesita que estaba junto a su cama, eran provisiones para el desayuno de la mañana siguiente. Como vivían solas, echaban llave, doble llave, en la puerta de su cuarto y cada una se recostaba en su cama y casi sin hablar se iban quedando dormidas hasta la mañana siguiente. Beatrice dormía en una gran fuente, ahí vaciaba su paquete y empezaba a comer y comer y comer hasta que el sueño la vencía y en sueños también comía y comía y comía. Amparo oraba y oraba y oraba y en sueños, seguramente, continuaba orando. Así pasaban los días, los meses y los años.
Cierta noche que le había tocado a Beatrice la responsabilidad de echar llave al cuarto, y que había anotado en un papelito el lugar donde había guardado la llave, y que se le había confundido el bendito papelito y que Amparo le había ayudado a buscar la llave o el papelito y no los habían encontrado, cambió por completo la vida de estas mujeres. Beatrice no podía dormir, comió todo lo que había llevado en su paquete, y aun lo que había en el cartón de la basura, papeles, cartones, palos de fósforos, y luego empezó a merodear por la cama de Amparo hasta que echó mano del paquete de esta, que estaba depositado en su mesita y también lo engulló, por último se puso a llorar a gritos no porque estaba encerrada sino porque no iba a comer en el desayuno y quién sabe hasta cuándo iba a comer, según decía a gritos. Los vecinos también no podían dormir por los gritos de Beatrice y rodearon la casita, pero no sabían el porqué de su llanto, golpeaban la puerta, mas nadie salía a abrir, porque estaban encerradas con llave en el cuarto y el llanto lastimero de Beatrice y los vecinos ya estaban retirándose a sus casas, cuando se escucharon los alaridos pero de Amparo, se desesperaron los vecinos y derribaron la puerta de la casa, derribaron la puerta del cuarto y encontraron a una Beatrice enloquecida que estaba tratando de comerse a mordiscos a la pobre Amparo.

Rigoberto Meza Chunga (Talara, 1942 - Piura, 1997). Estudió Educación en la Universidad Nacional de Trujillo. Ejerció la docencia y el periodismo en Tumbes, y la investigación pedagógica en el Centro Ñari Walac en Piura. Entre sus libros publicados, tenemos: Estructuras (poesía, 1987); Dodecaedro (cuentos, 1988); Emboscada (cuentos, 1990) La letra con letra entra (ensayo, 1992); Moon River (Cuentos, 2001 - póstumo).
Comments