A puerta abierta, un cuento de Antonio Zeta
- Tertulia Cero
- 1 abr 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 21 jun 2020
A puerta abierta
Hace tres noches no pude evitar quebrantar el aislamiento y tuve que salir de casa. El calor de la cama hacía imposible conciliar el sueño en compañía de Lucero, mi esposa.
Debo haber caminado alrededor de una hora, pues cuando volví ya era medianoche. A pesar de la oscuridad y del gran árbol sembrado afuera, la entrada a nuestra casa podía verse a lo lejos. La puerta permanecía abierta y la luz encendida la volvía un punto amarillo en medio de la noche.
Al poner un pie en la escalera externa (ocupábamos el cuarto piso de una vivienda abandonada en sus tres primeras plantas), no pude dejar de notar un par de zapatos detrás del primer escalón. Es un ladrón, me dije. Un ladrón que también ha quebrantado el periodo de aislamiento. Subí más aprisa, pero evitando producir ruido. El sonido de las sirenas de patrullas y ambulancias, que llegaba desde la avenida, ayudaba mucho.
Ya en el cuarto piso, hallé un nuevo par de zapatos, pegado al marco de la puerta (para evitar, entendí, que esta se cerrase). No es un ladrón, sino dos. Dos ladrones dentro de mi casa, a merced de mi esposa e hijo.
Una vez dentro, el sonido de un par de talones sobre el piso me dio idea de dónde se encontraba uno de los intrusos. El ruido proveniente de la avenida se había detenido. ¿Dónde estaba el otro? Segundos después, el otro se delató al dejar caer un pomo de plástico mientras ingresaba a la alcoba, donde se encontraban descansando mi mujer y mi pequeño hijo. Ambos continuaban aparentemente dormidos.
Avancé hacia el baño, de donde provino el primer tronar de talones. Detrás de la puerta de baño podía oírse la respiración acelerada del segundo ladrón. Sonreí, mi conjetura era cierta. De pronto el llanto del pequeño Nicky, luego todo sería objetos quebrándose y gritos desgarradores.
Yo no pude más que correr a cerrar la puerta para evitar que el otro ladrón escapase. De inmediato encendí el equipo de sonido para acallar el bullicio. En ello me encontraba cuando un hombre partido a la mitad apareció arrastrándose por el pasillo, dejando una alfombra roja a su paso. El medio hombre traía el rostro desfigurado, con un solo ojo. Detrás venía Lucero, mi mujer, con la boca embadurnada de la sangre del ladrón. Sus manos estaban cubiertas del mismo líquido. Sus ojos verdes, ahora amarillentos, se posaron en el individuo rastrero y en un santiamén le cercenó la cabeza.
La música de fondo evitó que se oyera el ruido de la cabeza cercenada rodando por el pasillo. En ese mismo momento, la puerta de baño se abrió de golpe y de dentro salió un hombre regordete. El desconocido corría para alcanzar la puerta principal cuando fue detenido por un tentáculo enorme y baboso nacido de la mano de Lucero. El largo tentáculo enrolló al robusto sujeto y lo fue acercando a la boca de mi mujer, que más que una boca era varias bocas, con cientos de dientes. Brazos y piernas del intruso cayeron mutilados al piso. Pequeños charcos rojos se iban formando conforme mi mujer masticaba. Y al tiempo que ella se alimentaba, yo recogía las extremidades esparcidas, pensando en el desayuno del pequeño Nicky.

Antonio Zeta Rivas (Piura, 1986)
Licenciado en Lengua y Literatura por la Universidad Nacional de Piura. Ha publicado los libros de relatos “Tarbush” y “Lo que las sombras ocultan”, así como el libro coautoral “Desafío de la brevedad. Antología de la microficción en Piura”.
Resultó Primer Puesto en el Concurso nacional “Historias Mínimas 2017”. Ha sido finalista de la II Bienal de Cuento Killa 2018 y del Sexto Premio Internacional de Novela Infantil Altazor con la obra “Colpawálac”.
Trabajos de su autoría aparecen en distintas antologías y revistas a nivel nacional e internacional. Actualmente, es Presidente del Círculo Literario “Tertulia Cero”, director de la revista Hueso Duro y miembro del Consejo Municipal del libro y la lectura-Piura.
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