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"Confesiones de medianoche", un cuento de Angel Hoyos

  • Foto del escritor: Tertulia Cero
    Tertulia Cero
  • 30 ago 2019
  • 4 Min. de lectura


Fotografía: Caramanduca Editores

Confesiones de medianoche


El sargento Martín Barrientos era el encargado de los operativos antiterroristas en el Alto Huallaga cuando me mandaron a trabajar allá, a la provincia de Ambo. Para el resto del pueblo él era un hombre irreprochable, muy correcto, alguien completamente serio. Pero para nosotros, los que atendíamos la cantina de El Negrito, el sargento Barrientos era, a lo mucho, un buen cliente. Ya le conocíamos varios trapitos sucios que sus compañeros de trago solían sacarle -como el que mantenía una relación clandestina con la esposa de un general o el que a veces se aprovechaba de su investidura para pedir descuentos en las tiendas del pueblo- acusaciones a las que solía responder con un: Es que así está el país pes compadrito. Sí, sabíamos que borracho era un sujeto

bastante común; alegre, parlanchín y a veces incluso sentimental.

Por lo demás, el sargento bajaba al pueblo por períodos de quince días y durante su estancia venía al bar cada noche: siempre con un grupo de milicos con los que se sentaba a beber caja tras caja de cerveza. Fumaban, jugaban cachito, contaban chistes. Eran celebraciones que podían durar hasta la mañana siguiente y que ellos justificaban en las altas posibilidades que había de morir cuando salían de operativo. Esos terrucos son unas bestias, solían comentar entre tragos. Tú no sabes, chino; no sabes lo que son capaces de hacer estos animales, me decía el sargento mientras les alcanzaba la siguiente ronda de cervezas. Yo sólo le sonreía, para luego devolverme a mi hueco detrás de la barra. Cómo no iba a saber.

Y así, todo siguió normal, hasta anoche. Hacía algunas semanas que los milicos habían salido de operativo y ya les tocaba bajar. No me sorprendió verlo ahí, pero me sorprendió ver a Barrientos llegar al bar por primera vez solo. Se le veía nervioso. Tras beber un par de cervezas, se levantó de su mesa y se acercó para pedirme que mejor le sirviera aguardiente, luego jaló una silla y se sentó ahí, frente a mí. Se le notaba con ganas de hablar por lo que apagué el televisorcito blanco y negro que teníamos para los clientes. Nadie se quejaría pues el bar estaba vacío. Saqué una botella de la mejor Primera que teníamos a disposición. Le serví un vaso.

- Esto está muerto ¿qué ha pasado? -preguntó algo mareado-.

- Nada, sólo que estamos a mitad de semana y pasa de la media noche, casi nunca hay nadie a esta hora.

- Mejor, así puedo chupar tranquilo sin tanto idiota mirándome.

Se tomó de una sola lo que le había servido y me hizo un gesto para que le sirviera más. Vaso tras vaso se avanzó botella y media de aguardiente. Ya considerablemente ebrio me empezó a hablar en un tono más íntimo.

- Tú sabes -me dijo- que esto es una guerra, que el país está en guerra. ¡¿Sabes o no?! -preguntó brusco, esperando una respuesta. Le hice un gesto afirmativo.

- Pues bien -continuó- en la guerra muere gente, y muchas veces hay que hacer sacrificios para alcanzar un bien mayor -dijo esto y empezó a mirarse las manos, como si algo pesado pendiera de ellas.

Fue entonces cuando me di cuenta de las manchas de sangre secas en sus uñas y sobre su uniforme.

Se tomó otro vaso. Luego, empezó a contarme una historia que yo ya había oído antes de los labios de otros tantos hombres. Él acababa de asesinar a sangre fría. Barrientos y su grupo habían entrado a la casa de un maestro con supuestos contactos terroristas. Lo habían sacado a la fuerza, en medio del llanto de su mujer y de su hija, y amparados en la oscuridad de la noche lo habían subido a una camioneta que los llevó lejos de la ciudad.

- Nadie es completamente inocente -dice Barrientos-, ninguno de ellos lo es.

Manejando la camioneta se adentraron en un bosque y llegaron hasta un claro a orillas de una poza de oxidación. El hombre esposado con las manos atrás fue bajado de la camioneta y obligado a colocarse de rodillas. Lo golpearon e interrogaron, pero el maestro lo negaba todo. Se cansaron de volarle dientes a punta de patadas pero el sujeto no cambió su historia. Entonces lo amenazaron con secuestrar también a su mujer y a su hija. El maestro intentó fingir indiferencia pero finalmente empezó a soltar todo lo que sabía, lo poco que sabía. Luego preguntó inocentemente, entre sollozos, si lo dejarían ver a su familia una vez en la cárcel. Pero ellos no lo podían dejar volver. Barrientos se colocó detrás de él y lo ejecutó de un tiro en la nuca. Luego lo fondearon en las oscuras aguas de la poza. Al volver al pueblo los otros oficiales dijeron que mejor dormirían, pero él no había podido. El cargo de consciencia embargaba su cuerpo y tirado en su cama no dejaba de pensar en la cara del pobre maestro, de su mujer, de su hija. Decidió ahogar la culpa en alcohol.

Terminó su historia a empujones, temblando como si muriese de frío, sus ojos no osaban posarse sobre los míos, encendió un cigarro y aspiró una bocanada. Luego cruzó los brazos sobre la barra y escondió la cabeza entre ellos. No pude evitar sentir desprecio por ese hombre. Sus incongruencias, su falta de carácter. Si había decidido llevar esa vida no tenía porqué sufrir. Era parte de su trabajo matar y ser matado. Por ello no debía dejarse afectar por sentimentalismos, lo llevaban a descuidarse. Y ninguno de los que vivimos bajo esta ley podemos darnos ese lujo.

Cuando saqué mi arma Barrientos ni se percató de ello en medio de su borrachera. Y como -a diferencia suya- no puedo matar a alguien por la espalda, le pasé la voz. Debieron haber visto su rostro, camaradas, cuando vio el arma en mi mano apuntándole en medio de los ojos, cuando le decía las últimas palabras que escucharía en su perra vida:

- Martín Barrientos... tú sabes que esto es una guerra. Lo sabes ¿no?




Angel Hoyos Calderón (Sullana, 1981) Es autor de los libros: Espectador invisible (2007), La crisis de la oveja bipolar (2013) y Emilio y el gato (2014). Trabajos suyos han sido publicados en los libros: I selección de cuentos, Piura (2006); Ladran los perros (2007); Selección piurana (2008); Estirpe púrpura (2010); Sol del verbo (2012), Bitácora púrpura (2013) y Desafío de la brevedad (2018).

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