"Tormento", un cuento de Poldark Mego
- Tertulia Cero
- 18 ago 2019
- 6 Min. de lectura

TORMENTO
El espacio que comprendía su actual mundo era claustrofóbico, húmedo, frio. Oculto en la penumbra su figura se difuminaba con la oscuridad absoluta. Decadente. Con la piel amortajada y reseca esperaba poder confesar ante Dios –o algo parecido- aquella historia que comprimía su corazón, que helaba su sangre. Esperaba tener el permiso de eso que lo atormentaba -desde la fatídica fecha- y le permita encaminar sus palabras para que su testimonio sirva de aviso a futuros desdichados: evita provocar al averno, porque este responde, grita, aúlla.
El padre se hizo presente, el guardia de seguridad le abrió la reja y lo hizo pasar a la celda del prisionero 758213, condenado a muerte que esperaba caminar por el pasillo, una última vez, en menos de una hora.
El hombre de Dios, ataviado en su negra sotana, parecía desaparecer en las mismas condiciones que el reo, incluso el crucifijo dorado que llevaba en el cuello palidecía ante la total sombra como si la oscuridad le advirtiera a la luz que ahí no era bienvenida. El párroco dejó descansar su biblia sobre su regazo y procedió realizando el símbolo de la cruz. Podría jurar que algo se reía dentro de la cámara y no era el prisionero, quien se mantenía pétreo, cabeza gacha, hombros caídos. Ya estaba “muerto”, la ejecución sólo era un asunto protocolar.
—¿Padre…? —interrumpió el preso. El cura se congeló en el acto al oír la voz áspera y quebrada de aquel condenado, era como si la esperanza hubiera abandonado la celda dejando espacio para un abismo de desolación. El sacerdote se limpió la garganta y sintió su piel escarapelarse con una extraña brisa que chocaba con cadencia en su nuca, aunque no hubiese ventilación alguna, aunque más que viento pareciera un continuo respiro. —¿Padre, puedo salvar mi alma? —inquirió el prisionero.
El sacerdote dudó por un momento de la irrealidad de aquella celda, reducida y asfixiante. Algo en él le decía que era mejor retirarse, evitar una mayor labor, un pensamiento agorero le advertía que el alma de aquel asesino había sido reclamada por el señor del infierno hacía ya mucho tiempo y que nada de lo que hiciera la liberaría de sus grilletes, pero él era un hombre de Dios y el altísimo tiene poder sobre el demonio. Con cierta pesadez contestó: Si confiesas tus pecados, hijo mío… conseguirás el perdón. Y nuevamente creyó oír aquella risilla chillona y sarcástica en un ángulo completamente negro del habitáculo. El hombre santo prefirió desviar la mirada.
El reo, con los dedos entrelazados y la cabeza oculta entre los hombros, comenzó a sollozar. Lagrimas mínimas –como si fueran lo últimas que le quedaban- recorrieron su rostro derruido por la pena y el tormento. El hombre le habló al suelo, inició su soliloquio sin jamás levantar la mirada, el párroco creía que la vergüenza de sus actos le impedía levantar el rostro y mirar con orgullo a los de su propia especie.
—Yo la maté, padre, la maté a ella y a otras cinco antes de… —empezó. —. Para mí era un deporte, algo a lo que no podía renunciar, sólo controlar. Usted ha debido leer sobre mí, debe saber que tenía familia, trabajo, casa, rutina. Nadie creería que cada tanto tiempo los muslos veraniegos, el busto libidinoso y los labios carnosos de una chiquilla, de una casi mujer, me invitaban a tomarlos, a hacerlos míos. Lo que tengo no es una enfermedad –así concluyeron en la corte- sólo soy un depravado, un germen que necesita ser erradicado, y está bien, lo entiendo. Sólo no quiero ir al infierno, padre, no deje que eso me lleve… —calló, dejándose ganar por las lágrimas y las mucosidades. —no se lo permita.
Ante el silencio autoimpuesto del condenado el cura quiso preguntar a qué se refería con “eso” pero en ese momento la brisa se transformó en un profundo respirar que colmaba la celda enrareciendo el aire. “azufre” pensó el párroco y su corazón dio un vuelco acobardándose de su misión, su tesón se ponía a prueba debido a tirantes fuerzas que disputaban su cordura, quería irse y quería cumplir su deber sagrado, sólo podía hacer una de las dos cosas. El reo le facilitó la decisión continuando con su revelación.
—Sé que cada una de las veces que lo hice estuvo mal pero la última fue un error, un error para mí, no sabía a quién se lo hacía o a qué se lo hacía… —presionaba tan fuerte sus dedos que sus manos comenzaron a temblar. —. Había espiado a esa chica por días; su cabello, su sonrisa, su figura. Quería poseerla y luego matarla como lo hice con las anteriores así que la seguí, me aprendí su rutina y cuando estuvo sola en casa me colé por una ventana y… —el hombre se detuvo, el ambiente se sentía pesado como si el aire fuera reemplazado por alguna masa etérea que presionaba a ambos hombres. El cura se llevó la mano al crucifijo que tenía sobre el pecho y la risilla resonó ostensible dentro de las cuatro paredes. Ambos mortales callaron maldiciones y suplicas. —¿Qué pasó…? —buscó sonsacar el párroco confiando en que su señor todopoderoso podría encontrarlo y protegerlo incluso en aquella rendija oculta, húmeda y maldita.
—La hice mía en el piso de su habitación, un cuarto rosa pastel con muebles blancos y varios peluches, demasiados para una chica de dieciséis años. —pasó saliva pesadamente. —Ella era tan blanca como la nieve más pura, inocente y juvenil. Era perfecta. Eso debió ser un indicio. Ningún mortal lo es… mientras arremetía contra ella desgarrando su sexo le propinaba golpes para amilanarla, su rostro se convirtió en una masa informe de rojos y violáceos. Le cerré los ojos y le tiré los dientes, la violé repetidas veces antes de sortear su delicado abdomen con un cuchillo de cocina. Su sangre regó su acolchonada alfombra hasta dar con los muñecos más grandes. Me alejé de ella triunfante pero no murió en el acto, padre, no lo hizo… moribunda se arrastró hasta un oso de felpa grande y rezó, padre, rezó algo parecido a un trabalenguas, un idioma raro que nunca había escuchado, luego me dirigió una mirada recargada de odio y falleció…
—Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno; porque tú estarás conmigo: tu vara y tu cayado me infundirán aliento… —rezaba el sacerdote más para sí mismo; para alejar aquella risotada que ambos escuchaban pero se negaban a admitir que existía. —Aunque ande en valle…
—Desde ese entonces comenzaron las pesadillas, padre, cada noche algo me atacaba mientras dormía, unas veces la presencia me ahorcaba con irreconocibles manos, otras usaba una almohada para ahogar mi aliento, otras usaba un cuchillo, tijeras, todo tipo de instrumentos. En mis sueños he muerto más de cien veces y cien veces más las he vivido despierto, mientras caminaba al trabajo me veía siendo empujado y arrollado por un auto, muerto bajo una turba, quemado vivo sin razón alguna. Sólo sé que eso siempre ha estado presente provocando todas mis “muertes". Y ha resultado ser muy inventivo al momento de torturarme… todos los días, desde que la maté hasta hoy. —sonrió decadente.
—… hasta hoy. —el cura interrumpió su rezo mirándolo fijamente y entonces comprendió que el condenado no levantaba la cabeza no por vergüenza sino porque podía ver a eso, a aquello que lo torturaba continuamente. Eso estaba en ese momento en la celda junto a ellos, riendo, posiblemente detrás del párroco, respirándole en la nuca con aquel aliento a azufre tan particular del infierno de donde proviene. —Aunque ande en valle de sombra de muerte… —tartamudeó con fuerza y sujetó su cruz hasta dañarse la palma de la mano.
—Padre, perdóneme por mis pecados, no permita que eso me lleve. —imploró el reo con el corazón en la boca, irguiéndose por primera vez, sosteniendo los hombros del cura con ambas manos, cruzando miradas hasta que el prisionero, por un instante, desvió los ojos a lo que había detrás del santo. Un rostro, un rostro de felpa deformado por una maldad insana y perversa, llena de colmillos y resentimiento, con los ojos plásticos de un negro profundo capaz de resaltar en la penumbra pues eran los ojos de la muerte, sádica y abyecta. El reo gritó como si su alma se le fuese a salir por la boca y el guardia sacó de inmediato al cura, el hombre de Dios lucía pálido y desvencijado como si una parte de su vida hubiera sido reclamada por la maldad que ahí yacía.
El sacerdote se negó a presenciar el ajusticiamiento del condenado, alegó no sentirse bien de salud. Hasta él llegaron perversos rumores que durante la ejecución el sedante de la inyección falló y el reo sufrió lo indecible; otro rumor decía que al parecer una desconocida, con un muy retorcido sentido del humor, dejó un oso de felpa grande en una de las butacas de los espectadores.
La familia de la última víctima estuvo presente. Gente extravagante de negros atuendos y ornamentas, en cuellos y dedos, de símbolos arcanos y profanos.
Poldark Mego (Lima, 1985) Licenciado en Psicología, actor y director de teatro. Ha publicado el libro Pandemia Z (Torre de Papel Ediciones, 2019). Posee publicaciones físicas y virtuales en antologías y revistas de Editorial Cthulhu, El círculo de Lovecraft, Editorial Solaris, Altazor y otras.
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